La maternidad como regalo
Lo que se dice respecto a la maternidad suele tener un aire melifluo, un tono un poco cursi y predecible que nos rodea a las madres de un vapor rosado con olor a fresa artificial. Se dice que es un sentimiento superlativo, sin igual (padres, háganse a un lado), divino, santo, puro… Ser madre, en las frases escritas en las tarjetas del día de la madre, parece una situación fuera de este mundo y del conjunto de sentimientos humanos experimentados, de un nivel de sacrificio gozoso incomprensible para los simples mortales.
Por eso, algunos amigos que no tienen hijos, ven la elección de tenerlos como si fuera producto del lapsus en el que se perdió la cordura y el sentido común, en el que uno se autocondenó a cadena perpetua, porque, ¿cómo puede querer alguien sacrificar su libertad de salir, de viajar, de invertir su dinero en alguien que no sea uno mismo? No poder irse de vacaciones con los amigos… no poder ir a un concierto un miércoles… no poder ir a tomar un café por la tarde por estar haciendo tareas con el niño…
¿Por qué nos hemos atenido a la frustración de no poder hacer lo que queramos con nuestro tiempo infinito? ¿Qué nos motiva a esta renuncia feliz? Pues, para explicación, basta ver los ojos de nuestros hijos, donde el tiempo se detiene y ya no existe nuestra versión materialista del infinito, ya no es “cuando quiera” y “cuando pueda”. Desde que conocemos a nuestros hijos, todo es “hoy” y “ahora”, y aparece la belleza cintilante del instante. Como en la mañana clarita en que se explaye por primera vez la carcajada sonora de tu bebé de 4 meses. En ese punto singular en el tiempo, vivirás para siempre en la eternidad del presente. (¡Epa!, la tendencia a la cursilería se reivindica).
No hay vuelta atrás, ni vuelta que darle: puedes volverte loca ahora, como nunca antes en la vida, pero de amor. Un amor loco que te hace carcajearte como en tus mejores ataques de risa, pero sin burla, sin cinismo inteligente adulto contemporáneo; carcajearte de amor, de ternura, de humor, de alegría, de lo gracioso que es tu bebé; luego, niño pícaro que te dejará boquiabierta con su genio y lucidez.
¿Cómo no puede ser una tentación entregarse a la maternidad? Para las madres (y padres) es un camino de entregarse a la vida. Uno muy orgánico, uno para los que no tenemos pasta de monje o meditador, para los espíritus de a pie que desde que nacemos, corremos como podemos hasta la muerte.
No todos los niños nacen de un plan exacto de concepción. Muchos niños vienen al mundo cuando estamos separándonos de nuestras parejas, cuando recién nos enamoramos, cuando estábamos haciendo la maestría o a puertas de un viaje importante. Y en ese momento, sentimos que ya no somos nosotros los que llevamos las riendas de nuestra vida, sino que es ella la que nos en enseña a navegar sobre sus aguas. Y quién mejor que la sabiduría del tiempo y de la naturaleza para hacernos despertar de nuestros apegos y nuestras ideas fijas de la vida, que muchas veces no nos son tan útiles.
Después de ser madres, muchas mujeres empezamos a notar lo hermosas y fuertes que somos; nos descubrimos con una capacidad de entregar y sostener, no solo a nuestros hijos, sino también a los demás; aprendemos a soltar cosas que antes eran primordiales porque vemos que en realidad no lo eran tanto; y el espectro de cosas imprescindibles para ser feliz se reduce cada vez más hasta quedarse, básicamente, con el amor.
¿Cómo no recibir como un regalo estos espejos que son los ojos de nuestros hijos? Los únicos espejos de este mundo que reflejan lo preciso, lo importante, la verdadera libertad -que no es de movimiento sino de espíritu-, la alegría, la nobleza, la pureza que hay en todos los seres humanos, con la oportunidad y la responsabilidad de ir por ello, hacerlo crecer en nosotros y compartirlo.
Por Giovanna Núñez