La rabia del niño es negada. Él no tienen derecho a molestarse ni a reclamar. Él debe ser obediente, silencioso y afable… aunque los padres lo apuren, griten, corran con él de un lado para otro. La rabieta no tiene cabida en las expectativas de los padres, sin embargo, estas expresan un sentimiento legítimo de rabia ante los sucesos que al niño le impactan, “Lo que se conoce como rabieta es la expresión de una emoción en concreto, la rabia. Es enfadarse, ni más ni menos, sólo que utilizamos un término despectivo para referirnos al enfado infantil, porque a nosotros nos incomoda. Y tendemos a pensar que sus llantos y gritos son un intento de manipularnos.”
La doctora pone énfasis en que antes de los 3 años los niños están en un nivel de desarrollo cerebral que condiciona que su noción del mundo sea totalmente egocéntrica. Ellos no reconocen la otredad, puesto que aún están formando su yo: “El niño es incapaz de manipular hasta que no se desarrolla su cerebro superior, lo cortical. Este desarrollo no tiene lugar hasta los 3-5 años, por lo que debemos tener en cuenta que los niños no están en ninguna lucha de poder, ni quieren engañarnos, ni lloran para conseguir nada. Engañar, manipular, sentir empatía y, en definitiva, ser capaces de entender que hay un otro, no son capacidades que puedan tener antes de esa edad, son capacidades cognitivas de tipo superior que van ligadas al desarrollo cortical.” De hecho, muchas tensiones y rabietas de aquellas, tienen origen en la insistencia de los adultos de que los niños pequeños “guarden la forma” y compartan desprendidamente sus cosas.
Ella señala que estigmatizar la rabieta del niño como algo indebido lo único que logra es formar personas que se culpabilizan y a los demás, por sus sentimientos: “Una emoción que no se expresa no desaparece, se acumula, se magnifica y luego sale por otro lugar, seguramente en forma de patologías. De hecho, la estructura psicológica predominante en la sociedad es la border line, y tiene mucho que ver con esto. Somos ollas a presión llenas de rabia con máscaras de buen vecino, máscaras que se gestaron en nuestra infancia para agradar a nuestros padres.” Debemos tratar de acoger a nuestros hijos en sus rabietas más sonoras puesto que ellas representan lo que están sintiendo, y si los amamos, no debemos querer obviar sus sentimientos. Es conveniente aprender nosotros, lo que hoy a ellos les enseñamos tan mal: que no dejamos de ser amados por sentir algo inesperado para los demás: “Todo lo que amamos lo odiamos también. Cuando queremos a una persona a veces la odiamos, a veces nos enfadamos con ella, pero eso no quiere decir que dejemos de quererla ni que neguemos su totalidad. Es importante que los niños vean que no nos asusta su odio hacia nosotros, que esa ambivalencia no les desborde y les dañe. Tienen derecho a enfadarse, como todos.”
Perales propone que, en vez de censurar la rabia de los niños pequeños, los abracemos y acompañemos, “Ni reprimirla, ni ignorarla, ni castigar, ni ridiculizarla, ni minimizarla, ni tirar de chantaje emocional con "a que me enfado yo" o "cuando te enfadas no te quiero", etc. Todos esos modos de actuar dañan psicológicamente al niño, le hacen sentirse culpable por sentir, le hacen interiorizar ese pánico al conflicto, perpetúan el círculo.” Esto normalmente será más eficiente que la reducción del niño a “malcriado” y el castigo por la rabieta. “De hecho –nos dice-, la principal fuente de rabietas somos nosotros, los adultos, las provocamos sin darnos cuenta. Somos muy incoherentes. Por poner un ejemplo, es habitual ver a padres tomando cervezas y tapas mientras le dicen al niño que no puede comer nada hasta la hora de comer. Y cuando el niño se enfada, encima es malo por enfadarse. ¿No sería más coherente que si sabemos que al niño le cuesta comer si ha comido algo antes de hora nosotros también evitemos hacerlo? El ejemplo tiene muchísimo peso.” De ahí que los valores sean algo que se tenga que enseñar, que inocular como una vacuna, puesto que no se viven en casa. El respeto que aprende el niño debería empezar por manifestarse en el respeto de los padres hacia sus sentimientos y necesidades.
Tratemos de imaginarnos cómo debe sentirse un niño cuando su padre o madre lo manda a callar o descalifica por llorar o estar molesto, poniéndonos en sus zapatos e imaginando cómo nos gustaría ser recibidos en un momento de malestar. También podemos ponernos el ejemplo inverso: imaginémonos teniendo una incomodidad agobiante en la oficina, ir a hablar con nuestro superior y recibir un “mira, no me molestes”, de su parte. La legitimidad que pedimos para nosotros, es la misma que debemos otorgar a los niños.
¿Cuántos de nosotros como padres hemos recibido la instrucción de familiares y pediatras de no cargar al bebé cuando llora porque este aprende a manipular? Pese a que sentimos que su llanto es de lo más sentido y que un abrazo no nos cuesta nada, nos reprimimos y generamos esta situación artificial por esta premisa errada: “Siempre hay que atender a un bebé que llora, nunca se niegan los abrazos y el cariño. El bebé llora por instinto, por supervivencia, no para manipular a nadie, y no atenderle trae consecuencias psicológicas.”
Si queremos formar niños sanos, que no adolezcan de los mismos bloqueos emocionales que nosotros, debemos creer en lo que nos dice nuestro sentido común, que reprimir no es transformar, y que la rabia sometida, explotará luego, en otro lugar y una forma menos legible y menos posible de atender que en el momento de un llanto sano, normal, de un niño que busca ser recibido y escuchado por sus razones, desconocidas para nosotros, pero siempre legítimas.
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